Mi lectura de La complejidad de Electra, de Lluïsa Lladó

Es sabido que, una manera de sublimar todo aquello que concierne a nuestras vulnerabilidades, nuestros deseos, nuestra humanidad…, es aquella que tiene que ver con el arte. Lluïsa Lladó parece haber hecho suya esa afirmación de Carrie Fisher que dice: «Take your broken heart, make it into art», y que ha erigido en forma de poemario a través de La complejidad de Electra.

Las obras artísticas, sean del tipo que sean, de vez en cuando nos llaman, nos interpelan y encienden cuando consiguen que nos identifiquemos con la experiencia que guardan. No puedo negar que todo lo que me ha inspirado este libro se debe, en gran parte, a mi interés en temas como son el deseo, el amor, la contradicción a la que estos llevan o el anhelo que finalmente no es alcanzado por el sujeto. Tendemos a imaginar la experiencia amorosa como digna de contar, únicamente, cuando al final es, de alguna manera, obtenido el objeto (y digo de alguna manera porque este nunca se puede poseer). Pero, ¿que hay de la experiencia «fallida» (entre muchas comillas)? ¿No es acaso una experiencia vital, universal y válida como la que encarna la triunfal?

El libro de Lluïsa nos habla de la distancia que separa los cuerpos y el frío que hace lo mismo con las almas, el choque que conlleva la toma de una postura valiente, encendida e insensata con otra relacionada con un papel más sosegado, prudente y, en ocasiones, distante.

Cuando nos enfrentamos al amor y al miedo a lo desconocido, hay un deseo de inocencia, de confianza ciega, de alejarse de aquello que damos por sentado frente a una situación que desestabiliza, que no está clara: la imaginación va más allá. El momento primario en el que nos introducimos en el goce, y que solo puede ser un espejismo del goce, nos esclaviza («Uno sabe que regresa al hogar / cuando añora en la cama a alguien en concreto. / Cuando percibe que hay un ligero malestar / entre el pasado y el futuro»). «Quien calla / poco importa», y es que quien calla, quien solo tiene silencio, no guarda imaginación ni sueños; aquel que los guarda, el que expande su ilusión a través de la recreación y de la duda, importa, puesto que vive.

Una vez hemos tenido este contacto primario, nos quedamos con la resaca de toda esa potencia: la experiencia nos abandona, ha sucedido como un rayo, y un rastro de luz queda en el nervio central, luz que ha resplandecido de manera fulgurosa durante el encuentro. El amor nos infunde ese vértigo del que hablaba Milan Kundera en La insoportable levedad del ser, que no es el miedo a la caída, sino que «significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados». La pérdida acecha y, en ocasiones, adelanta el sufrimiento, pero esta forma parte, inevitablemente, del desarrollo humano. Es el precio a pagar, como decía Carl Rogers, «por una vida fluida, perpleja y excitante».

Sin embargo, al miedo a la pérdida se unen los patrones establecidos que nos anclan y que producen las divergencias cuando el contacto comienza a alargarse en el tiempo. ¿Quién no se ha sentido, en alguna ocasión, indigno de amar o ser amado? ¿Puede deberse esto a un discurso que dicta cómo debe ser el amor y cómo deben ser los sujetos que (se) aman? Cada amor es una marca que nos acompaña y que es nosotros mismos y a la vez nos hunde, nos da forma en el momento presente. Cuando estamos viviendo la experiencia, nos alejamos de la imagen de lo que deberíamos ser, sentimos apasionadamente («La duda, de amar más de lo prescrito por nuestros predecesores») y lo que parece debilidad es nuestra fuerza y nuestra pureza. Nos alejamos del papel asignado mientras sospechamos que el amado se mantiene en el suyo, en la distancia y en la autoprotección: se produce una tensión.

Aún así, como escribe Lluïsa Lladó: «Sueño el abrazo, lo sueño y peco». Nuestro comportamiento responde a todo lo que a lo largo del tiempo nos ha alimentado, a los patrones que hemos erigido. Como señala Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima, «La existencia es postraumática», y podemos ver esa vulnerabilidad, ese amor, como una especie de parásito que se introduce en nosotros. Esta postura nos enfrenta a la contradicción y no queda más que asumir que estamos ante lo desconocido y a la vez lo extraordinario, una chispa que se encuentra en el día a día. En la obra de Lluïsa nos reconocemos en el escenario que es la ciudad, que es el hogar físico y espiritual, que es la incertidumbre, la pregunta. Ante la incerteza que es sentir y que, por lo tanto, es vivir, la carne del poema nos acoge y nos reconforta, nos hace saber que la idea que nos guía involuntariamente y, en cierta manera, nos domina, no es una idea única e individual. La experiencia del amor es universal, es vital y, sobre todo, sin garantías. ¿La asumiremos?

EL NIDO DEL HOMBRE DE LOS OJOS VERDES

La galería del inmueble huele al puchero de la cocina de enfrente
y una melodía de Calexico merodea por las estancias.
Me apoyo en tu pecho,
y escucho el latido donde tu cuerpo ha delegado la existencia.
Hueles a gel de baño.
Y hace tiempo que no te rasuras el torso.
Tú callas Alejandrino, sabiendo mis andanzas de Poeta.
Qué culpa tiene mi estirpe
de ser del gas la culebra.

Cierro los ojos sin saber sobre quién dormito.

* Los fragmentos en color azul están extraídos del poemario de la autora: La complejidad de Electra.

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